
Democracia ¿para quiénes?
Por Susana Dávila López
En México y en todo el mundo se están viviendo momentos de agudo cuestionamiento sobre los paradigmas establecidos, sumergidos en acontecimientos vertiginosos que han transformado el estilo de vida de todas las sociedades alrededor del mundo, y de manera particular, han enfatizado los enormes retos y desafíos a los que deben hacer frente los gobiernos.
Hablar de los asuntos del gobierno nos lleva inherentemente a la idea de democracia, y hablar de democracia nos lleva a la idea de libertad, pues son conceptos que nos enseñaron desde nuestros primeros pasos por la formación educativa, y aunque puede parecer aberrante escuchar argumentos que vayan en una dirección distinta, lo cierto es que la noción moderna de la democracia poco tiene que ver con su génesis, cuya columna vertebral era la participación del pueblo, de dónde toma precisamente su significado – el poder del pueblo – y es justo ahí en dónde se encuentra su afirmación más romántica, y el estandarte más importante para debatir su realidad.
Según el Índice de Democracia de The Economist, desde el 2021 México ha dejado de ser considerado como democracia, para pasar a catalogarse como un régimen híbrido, en los que las irregularidades sustanciales en las elecciones son comunes e impiden que estas sean libres y justas, así como la presión del gobierno sobre la oposición, un débil estado de derecho, la corrupción generalizada y grandes debilidades en la cultura y la participación política.
Aun así, la mayoría solemos sostener que vivimos en una democracia; otros más prefieren, quizá, nombrarle gobierno representativo; y algunos otros, desde una perspectiva más extremista, sostendrán que vivimos en un régimen que se está volcando al autoritarismo. Términos cómo poder, democracia y participación ciudadana son conceptos que se utilizan en el lenguaje cotidiano desde los espacios de participación política y gubernamental, pero para el ciudadano de a pie, no solo se utilizan muy poco en su día a día, sino que en la mayoría de las ocasiones aparecen desde una connotación negativa.
La crisis que atraviesa el Estado, que se relaciona, en primer lugar, con una crisis de cada uno de los elementos que lo conforman y con un rompimiento con las ideas políticas que lo sostienen, se enmarca en su incapacidad para lograr los fines que se supone persigue, además de la ausencia de canales que aseguren que la voluntad ciudadana se refleje de forma sustancial en la agenda pública, pero más puntualmente, en la incapacidad de lograr el bienestar de todos los sectores de la población, que es algo de lo que poco se habla, cuando se habla de democracia.
No debemos perder de vista que para millones de mexicanos su día a día significa una lacerante batalla para conseguir llevar alimento a sus hogares, mientras que otros más siguen perdiendo la batalla frente al hambre, las tempestades del clima y las condiciones insalubres propias de una vida a la intemperie, fuera de toda esfera social, política, económica y cultural, como el reflejo más cruel de la miseria, la marginación y la pobreza.
No es gratuito que, en México, desde esta arista uno de los rasgos característicos de nuestro sistema político sea la apatía social, reflejada en altos grados de abstencionismo en los procesos electorales, que resultan aún más elevados cuando se trata de otros instrumentos de participación ciudadana.
Si algo debemos sostener con claridad y sin titubeos, es que la democracia debe funcionar, por encima de todo, como un mecanismo para mejorar la calidad de vida de las y los mexicanos. Así, aunque la mayoría de los mexicanos podamos expresar una genuina convicción por la democracia como el mejor instrumento para organizar las decisiones políticas, nuestra conciencia debe volcarse a la profunda preocupación por la agudización de sus deficiencias, cada día más palpables en nuestra vida cotidiana, que dejan expuestas a millones de familias a ser utilizadas desde intereses siempre mezquinos, que poco tienen que ver con propiciarles mejores condiciones de vida.
Claro que, sin un ánimo pesimista, estas reflexiones deben orientar el diálogo y el debate hacia la enorme responsabilidad de quienes podamos aprovechar la oportunidad de alzar la voz en cualquier espacio, para hacer eco de la necesidad de repensar los esfuerzos encaminados a fortalecer los instrumentos de atención y respuesta a los grandes problemas sociales, siempre en el tintero democrático.